martes, 24 de mayo de 2011

El escribano poeta

Jorge Melazza Muttoni
(1921 - 1995)

El 23 de mayo de 1995 se nos fue Jorge Melazza Muttoni, el escribano poeta.
Vaya a saber porqué, tenía dos miedos (que le sirvieron de causa para otras tantas bellas poesías): a los  viernes y a morirse en un café. La vida le deparó la gracia de morir en su casa, entre los suyos, y un martes (que, hélas, era el día aciago para los antiguos griegos). Será por eso que no quiso abusar de la suerte y se quedó sin ver el sol patrio que se acercaba.
Discurrió su vida en un plano discreto y menor, perfectamente asumido y determinado, como sólo los grandes que saben que lo son tienen el temple para decidir. Porque Melazza fue un gran poeta, aunque jamás lo admitiera y aunque la sociedad en que vivía apenas se diera cuenta.
Y como tal le cantó incomparablemente, alternando un castizo ortodoxo y un lunfardo encantador, a su ciudad (baste recordar Buenos Aires, 1930, Palermo, Boca Juniors  –¡era hincha de San Lorenzo! – y Gardel, todas antológicas), a sus gentes, a sus pequeñas cosas cotidianas, a los misterios de la vida.
Pero, además, cantó a sus grandes hombres y a la historia patria, clavando así en este duro Flandes americano su pica revisionista. Desfilaron de este modo por su lira San Martín, el Perito Moreno, Dorrego, Lugones, Yrigoyen, Artigas, Chilavert, José Hernández, Perón, el Operativo Cóndor (¿quién, si no Melazza, se acordó de él y se conmovió ante él?). Todos transfigurados, protagonistas de una poesía sin prosopopeya, con adjetivos administrados cicateramente a fuerza de tanto respetarlos, con imágenes originalísimas, desde puntos de mira inatisbados y sorprendentes. 
Pero dos de estas poesías sobresalen del resto: las que dedicó a Rosas y a Ciriaco Cuitiño, el mazorquero, pequeñas joyitas que afortunadamente merecieron imprenta. La primera fue incluida en la formidable crestomatía La Vuelta de Don Juan Manuel, que seleccionó Fermín Chávez y editó Theoría en 1991. La segunda la sacó el padre Castellani de Tenemos que morirnos –todo un título para un libro de versos– y la reprodujo en Jauja nº 11, de noviembre de 1967.
En 1993, seguramente por una premonición de ésas que los poetas tienen (porque sólo a ellos les es dado), sintió la necesidad de publicar una antología, De la ciudad, su gente y sus amores, que le editó Vinciguerra y que naturalmente ni intentó vender, limitándose a distribuirla generosamente entre sus amigos.
En el prólogo escribió:

“En mi país -duramente contradictorio-, el comenzar a ser se inaugura con la muerte.
A su espera, aún a riesgo de que en ella se me catalogue de buen hombre, publico estos versos, que valen como formal angustia”.

Jorge Melazza Muttoni ya no está angustiado. Ya comenzó a ser. Respetuosos, no cederemos a la tentación de calificarlo de buen hombre, aunque lo fue y en grado sumo.
Pero, hueros de su poesía singularísima, habremos –para concluir– de tomarle prestados unos versos escogidos de su  Poeta envejecido que escribió, con temor tal vez:

Lo llevan y lo traen mansamente
con algún gil para contar su gloria.
Pero al final se irá de la memoria

como se va en el subte alguna gente.
Y habrá crecido pelotudamente
como una mina que no tuvo historia...

Melazza tiene ya asegurado un lugar entre los que, sin querer, hicieron sin embargo Historia, con la más difícil, dura y noble  de las herramientas: la poesía. Y ya integra la memoria de la Patria.

martes, 10 de mayo de 2011

Arbolito, "colabos" y maniqueos

Recientemente, le fue cambiado el nombre a una escuela especial de la ciudad bonaerense de Azul: de Julio Argentino Roca a Arbolito. Se entendió que “Trabajar en educación especial con un nombre que representaba la exclusión y el exterminio no era demasiado coherencia”, explicó sic el mentor de la revolucionaria medida, sin explicar por qué se consideraba al general Roca un exterminador y un excluyente. Al acto asistió –acompañado de un oportuno conjunto musical ad hoc– el escritor Osvaldo Bayer, mezcla extraña de obispo refractario, comisario del pueblo y mal vestido inveterado. Se encargó en la oportunidad de informar a los escasos asistentes (entre ellos, naturalmente el intendente, víctima de lo políticamente correcto)  sobre quién era o había sido el nuevo patrono: un indiecito ranquel que, conmovido por los actos brutales (se abstuvo de emplear la palabra “genocida”) del “prusiano”, lo emboscó en una hondonada cuando estaba alejado de su tropa, le boleó el caballo  y “le cortó la cabeza”. Acto que el denodado propiciador de la medida, un tal Jorge Meza, calificó de “hacer justicia”, en su minuto de gloria que tuvo en una FM de Azul. Por lo visto, para alguna gente, matar es abominable y execrable sólo si la víctima es amiga; y excelente en caso contrario.
Viene a instalarse así una suerte de lucha de etnias entre los blancos expoliadores y rapaces, cabales genocidas, y los “pueblos originarios” avasallados, arrollados y exterminados (“¿Qué mal habían hecho?”, dijo Bayer en su discurso). Lo cual, para marxistas como él, es un deleite particular, más allá de que sus mentores –¡también alemanes!– hablaran de “clases”, no de etnias.
Pero pongamos ordenadamente los puntos sobre las íes:
Federico Rauch [1], oriundo de Alsacia y militante de Napoleón en Waterloo (por ende cualquier cosa menos que prusiano), llegó al Río de la Plata en 1819, para incorporarse al ejército, no para exterminar indios. El mentiroso de Bayer afirma que la contratación fue en 1826, con ese específico fin. Y que Rauch escribía sus partes oficiales en alemán, como una suerte de nazi avant la lettre (& le temps). Lo de “prusiano” no es otra cosa que una pseudología para sugerir que Rauch era un autoritario, matón, cobarde, asesino y disipado, como cuadra a todo tal. Poco importa que, por aquellos años, Prusia fuera sólo uno de los muchos Estados en que se dividía Alemania, unificada como Estado recién avanzada la década de los ’70.
Por despecho y rencor hacia Dorrego, Rauch tomó partido por Lavalle en el golpe de diciembre 1828, y se constituyó pronto en jefe de una de sus partidas en la campaña de Buenos Aires. Debió enfrentarse así a las fuerzas de Rosas, mandadas por el chileno Miranda y compuestas en buena proporción por indios “amigos”, quienes lo derrotaron en un duro combate de caballería habido en la laguna Las Vizcacheras, cerca de Monte. Al huir a todo galope, el cabo de Blandengues Manuel Andrada le boleó el caballo y, tras ablandarlo en patota a lanzazos, el “indio  Nicasio lo ultimó” [2]. Esto lo confirma el coronel Prudencio Arnold en su fascinante memoria titulada Un soldado argentino (Bs. As., Eudeba, 1970, p. 35), hoy, naturalmente, inconseguible.
Rauch, pues, murió por unitario y jefe militar de un gobierno faccioso, no por genocida o enemigo de los indios. Si bien fue un indio quien lo ultimó (seguramente lo decapitaron post mórtem, pues el alsaciano no era de arrear con las riendas), fue un blanco quien le boleó el caballo. Este indio Nicasio se llamaba, según Arnold, Nicasio Maciel, “último valiente cacique que murió después en Caseros” (ibíd, p. 34). Nada dice de ningún “Arbolito”.
Sí explica: “No sé de qué medios se valió el comandante Rosas para hacer venir desde Chile hacia Buenos Aires al cacique (Venancio) Cañoepán [3], hacerlo servir a su plan de sacar los cristianos que vivían en comunidad con ellos, con toda la fidelidad deseable en favor de los cristianos y en contra de los mismos indios. Con estos hombres trabajó para sembrar la discordia entre los indios malos a fin de que los cristianos que los aleccionaban no pudiendo vivir entre ellos, tuvieran que emigrar como lo hicieron” (énfasis añadidos; p. 19).
El citado Yaben aclara que Rauch era un maestro en eso de tejer alianzas con los indios contra sus iguales, lo que le permitió los valiosos triunfos de toldos de Chipelencú (30/12/ 1826) y Sierra de la Ventana (7/1/ 1827) [4].
De modo que, en definitiva, “nuestros paisanos los indios”, como los llamaba el general San Martín, intervinieron activamente en la época independiente, tomando partido inicialmente por “realistas” y “patriotas”, y posteriormente por “unitarios” y “federales”, “pandilleros” y “chupandinos”. Se distinguieron siempre por su rapacidad (que no es una característica racial ni étnica, menos exclusiva), su valentía y su compromiso. Por tal motivo, ambos bandos los reclutaron con particular entusiasmo, sabiendo lo que se ganaban. Incluso el general Roca hizo esto, sin lo cual su campaña no hubiera tenido éxito, más allá del rémington y del telégrafo: hoy día, los múltiples descendientes (reales o fingidos) del cacique Nahuelpán se disputan salvajemente las muchas hectáreas que configuran el paraje de este nombre, cercano a Esquel, que el Congreso adjudicó a él y a su familia a instancias del general, conmovido por los servicios de baqueanaje que le había prestado el cacique.  Es por esto que, mucho antes, el acta de la Independencia labrada en Tucumán, fue escrita en castellano y en quechua. Y que el sol incaico fue estipulado por el mismo Congreso para centrar la franja blanca de nuestra bandera azul.
No hubo, en síntesis, lucha de etnias. Ni genocidio. Hubo alianzas de paisanos con paisanos contra paisanos y paisanos, blancos e indios, mestizos y mulatos, a la manera en que cristianos y musulmanes se entremezclaron en alianzas oscilantes durante ocho siglos para terminar configurando España. Y predominio inexorable de la que estaba evolutivamente más adelantada.
Ni “pueblos originarios”, ya que buena parte de las luchas las protagonizaron paisanos venidos de Chile después de las Independencias; por lo que nada de “originarios” tenían. Más allá de que muchos de ellos (como el citado Venancio y los propios Piedra) juraran la bandera argentina, vistieran el uniforme militar patrio y fueran hasta el final fieles a su promesa. Doy fe. En lo que mucho tuvo que ver el “Zorro” Roca, maestro en las relaciones humanas y en la construcción de grandes empresas políticas.
Y sí hubo brutalidades –muchas– de todos lados, conforme a los tiempos. Como ocurrió en Europa, en el resto de América ibérica, en la China, en los Estados Unidos.
Este Bayer, maestro en el arte de la verdad parcial, del ocultamiento sistemático de los datos adversos [5] y de la esquematización maniquea de la realidad ad maiorem glóriam marxística, siempre cae parado. Durante los años de plomo, vivió un dorado exilio en Alemania, gracias a su dominio del mismo idioma en que –según él– el coronel Rauch escribía sus partes militares. En ese país vive la mitad de su tiempo y allí habita su familia. Acá se dedica a boicotear lo nacional, dinamitar las bases del Estado argentino y fomentar la disgregación y la discordia (que los griegos llamaban hybris). Lo que no es extraño, porque los centros de bombardeo hacia los Estados americanos (Chile incluido) están en Inglaterra, Escandinavia, Alemania y España [6] y de allí parten los fondos para nutrir a estas bien organizadas cruzadas y dar el -decisivo– combate cultural.
Así, a la módica gilada azuleña, le vendió lo del vengador de su raza, cuando en verdad el cacique Nicasio (“Arbolito” o no) fue un aliado de los huincas, que mató a un huinca en beneficio de otros huincas para quienes peleaba; y a quienes fue tan fiel que, muchos años más tarde, dio su vida por ellos. Y se olvidó de aclararles, a los pobres ignaros, que el muerto también tenía –muchos– aliados de la propia raza del “vengador”.
Con lo que en definitiva –laus déorum– ¡Oh, Lampedusa!, vino a cambiarse algo para no cambiarse, en definitiva, nada. Ojalá hubiera hoy muchos Nicasios Arbolitos Maciel y –también– muchos Gringos Rauch y muchos Julio Roca.
Y que desaparecieran para bien de todos los Bayer, Euro Latin News  y tamaña escoria.



[1]  Rauch, en alemán (lengua predominante en Alsacia, más allá de ser hoy tierra francesa) significa humo.
[2]  Jacinto R. Yaben: Biografías Argentinas y Americanas, Bs. As., Metrópolis, 1939; t. IV, p. 907.
[3]  Combatió en Navarro por Dorrego. Fue asesinado por Calfucurá. Tiene una calle evocativa en la ciudad de Bahía Blanca, Seguramente el dinámico binomio Bayer-Meza, cuando se entere, bregará por que le supriman el nombre.
[4]  Op. cit., p. 905.
[5]  Que ensayó magistralmente en Los Vengadores de la Patagonia Trágica.
[6]  Los centros mapuches tienen estrechas vinculaciones con la ETA.