jueves, 6 de febrero de 2014

El crimen de un poeta


En el blog «El Parte del Torrero», entrada del 25 diciembre 2013, bajo el título «Más sobre el Glossarium», se hace una larga cita casi desconocida de un texto de Carl Schmitt. El jurista alemán comienza ocupándose del curioso caso del poeta francés Robert Brasillach, quien, en los preparativos de su fusilamiento, mantuvo un diálogo conciliatorio con el fiscal que lo había mandado al patíbulo, M. Reboul, que concluyó con un apretón de manos.

Hoy se cumplen 69 años de ese drama. El 6 febrero 1945, cerca de las once de la mañana, quien fue uno de los más grandes poetas franceses del siglo XX, y aun de todos los tiempos, cayó bajo las balas de un pelotón fusilador en el fuerte de Montrouge, en las afueras de París. Poco antes, había sido condenado por un jurado compuesto por resistentes, por «inteligencia con el enemigo», en un juicio que duró menos de cinco horas. Reboul había sido el acusador.

El defensor fue M. Jacques Isorni, quien durante la ocupación alemana había sido abogado de resistentes y, después de la Liberación, lo fue de colaboradores.  Él lo explicaría con problemática sencillez:  «Siempre estuve del lado de los prisioneros. Éstos cambiaron después de la Liberación. Yo continué en el mismo lado». Ética profesional francamente difícil de encontrar en nuestro país, donde el maniqueísmo es regla aun en los desempeños profesionales más nobles.  Pero que en Francia se dio con muchos, desde M. Tixier -Vignancour hasta el recientemente fallecido Jacques Vergès. Posteriormente, Isorni se desempeñaría también como defensor del Mariscal Pétain, con mejor suerte, ya que éste zafó de la pena capital.

En cambio, M. Reboul ya era fiscal durante el gobierno del Mariscal y, como tal, se cansó de enviar al cadalso a resistentes, sobre todo comunistas. Con buen criterio, acorde con una tendencia  que ha tipificado el investigador noruego Jon Elster en su estudio «Rendiciones de Cuentas», la Liberación usó a estos funcionarios para perseguir a los «colabos», sin preocuparse por  cambiar la Justicia. Conocía a los hombres, sobre todo a los jueces. Parafraseando a su colega Isorni, Reboul podría haber dicho «Siempre estuve del lado de los perseguidores»: Con la conciencia tranquila, el bolsillo ocupado y el puño inflexible;  aunque ocasionalmente lo abriera para estrechar la mano a alguno de sus perseguidos. El Poder Judicial no suele ser fértil para los heroicos.

En definitiva, Brasillach fue condenado por haber opinado distinto que sus juzgadores. Jamás mató a nadie ni realizó ningún acto de colaboración; aunque sí pidió la cabeza de muchos, acusándolos precisamente de tibieza frente al enemigo: por caso, al exPremier León Blum. Lo curioso es que éste no fue ejecutado, ni por el petainismo ni por los alemanes, y sobrevivió a la guerra.

Todos los intelectuales y artistas franceses firmaron una petición de gracia, excepto tres, y por estricta disciplina partidaria comunista: Picasso, Sartre y Colette. De Gaulle, después de haber prometido a François Mauriac que conmutaría la pena a muerte, la denegó en definitiva.  Al parecer, entregó la cabeza del poeta al Partido Comunista, poderoso aliado a la sazón, quien la había reclamado imperiosamente.

En definitiva, hizo un favor a Brasillach: éste había cantado a la juventud, a la plenitud vital, a la belleza, a la «bandera negra» y al desinterés en términos tales que lo hacían existencialmente  incompatible con una vejez plácida (o no).  Su antología de la poesía griega era el libro preferido de nuestra María Elena Walsh.

Nuestro también Jorge Asís, fascinado por la figura del poeta supliciado, escribió con alguna imprecisión: «Su situación personal carecía de retorno. Brasillach había decidido entregarse. El infierno, con la triste imagen de un juicio humillante, con sus brazos abiertos, lo aguardaba en el Fuerte de Montrouge, durante la plenitud del invierno de 1945, con la frialdad estricta de un paredón de fusilamiento». Lo mismo que sostuvo con más justeza el defensor Isorni: «Si se permitía estas bromas, no era porque ignorara…que su destino era el más ineluctable, que su vida era la más amenazada de todas (las de los prisioneros en Fresnes)…».

Lo cierto es que Brasillach hizo escuela hasta en el modo de morir: sin fanfarronerías ni estridencias pero con un coraje a toda prueba, con total aplomo y serenidad, sin abandonar nunca su sonrisa ni su cortesía y habiéndose dado el singular lujo de no retractarse de nada ni de dar lástima para obtener perdón.  Y dejando para la posteridad unos «Poemas de Fresnes» que son un florilegio de la poética francesa. Demostró con esto que su admiración profunda por la antigüedad helénica no era simplemente una inquietud intelectual.

El increíble Isorni publicó de inmediato un libro decisivo («Le procès de Robert Brasillach», París, Flammarion, 1946). Años más tarde hizo lo propio con el de Pétain. ¡Y fue condenado por apología del crimen! Después de muerto, el Tribunal Europeo de Estrasburgo lo rehabilitó con estas palabras, que ahora nos parecen tan obviamente elementales:  (la libertad de expresión) « vale no solamente  para las ‘informaciones’ o  ‘ideas’ acogidas con favor o consideradas como inofensivas o ‘indiferentes’», sino  también para  aquellas que ‘ tropiezan, chocan o inquietan : así lo quieren el pluralismo, la tolerancia  y el. espíritu de apertura sin los cuales no hay  sociedad democrática’ »...