En sus 474 años de
historia[1],
nunca la Societas Iesu
había logrado sentar a uno de los suyos en el trono de Pedro. Tal vez por la aporía señalada brillantemente
por el propio interesado: si el jesuita jura y vota obediencia absoluta a su
Prepósito General, y deviene Papa, vendría a resultar que ese Prepósito –llamado–
Papa Negro es el supremo, y no el Blanco...
Tras la abdicación del
alemán Benedicto XVI, lo logró sin embargo en la persona de Jorge Bergoglio,
nacido en la Argentina ,
quien optó como nombre para su reinado el de Francisco; el cual, por no
registrar tampoco antecedente, lo dispensa de usar el numeral, al ser el
primero, al menos hasta que a algún hipotético sucesor se le ocurra retomarlo.
Como es hombre de sonrisa
frecuente y de verba suave y susurrante, irónico sin hiel y afecto al
retruécano, viene al dedo tomarle prestado el título para estas reflexiones al
jocundo católico inglés –preconciliar– Michael Burt [2].
Tan jocundo como su compatriota Evelyn Waugh, quien fue el primero en denunciar
al Concilio Vaticano II como anticatólico.
Transcurridos apenas
cuatro meses de su pontificado, Francisco decidió venir a América, en una
suerte de jubileo juvenil, que el imbecilaje autóctono [3]–tal
vez motivado por la abundancia durante él de lambada y camisinhas– interpretó
como el comienzo de una singladura tendiente al aggiornamento de la Iglesia ,
la entronización de la homosexualidad y otras zarandajas al uso y al tono de lo
políticamente correcto.
La venida a Brasil obedece,
sin embargo, a razones más profundas de política eclesiástica. Ya Rátzinguer
había visitado Méjico ¡y Cuba!, con similar resonancia en lo que refiere a
respuesta de los fieles, clamoreos populares &c. Y antes de él lo había hecho el polaco Woytiua, sin duda
más «carismático» [4],
quien igualmente estuvo en Brasil y en Colombia.
Es que estos tres países
son el bastión más formidable de la Iglesia
Católica en el mundo, no sólo en cantidad de fieles sino
también en mitos arraigados: la
Guadalupana y la
Aparecida y sus entornos [5]
significan hoy muchísimo más –en términos terrenales y «carismáticos», claro
está– que Lourdes o Fátima. Queda por cierto Czestochowa, que dejo para abajo.
Octavio Paz [6]
–con confesa reelaboración de Nietzsche– atribuye esta potencia a la aptitud
sincrética del catolicismo, ya evidenciada por cierto en la absorción de la
Europa pagana.
En resumidas cuentas,
Europa occidental está definitivamente perdida para el catolicismo. Por su
hedonización en primer lugar y –segundo y principal– por su irreversible
islamización, relacionada en importante medida con aquélla. Lo que no lograron
Táriq y Abderramán por las armas, lo consiguió la estúpida ideología de los
derechos humanos tras la culpa colectiva mal elaborada siguiente a la
finalización de la segunda guerra mundial.
Y tal vez además, como
concluye Julien Freund en un brillante ensayo posterior al Vaticano II, porque la Iglesia misma (conforme a
la temprana e incómoda profecía de Maquiavelo) decidió desasirse de la tierra y
el ordo donde se desarrolló y proyectó al
mundo entero [7].
Mundo entero que, de
hecho, se limitó a América: poco es lo que penetró el cristianismo en Asia,
asiento de órdenes religiosos altamente complejos, y en África, tierra de
órdenes demasiado primitivos para tamaño salto al neolítico. Y, en lo que logró
trabajosamente afincarse en ésta, debió ceñirse a disputar palmo a palmo no
sólo con el Protestantismo sino principalmente con el Islam.
Sólo queda Europa
oriental, como vio brillantemente aquel gran polaco. Justamente su patria es el
único país católico en ese vasto territorio. De allí Czestochowa. Pero la inmensa
mayoría es dominio de la Santa Rusia ,
católica pero ortodoxa. La
Santa Rusia que se las arregla para subsistir potencia de
primer orden sin acudir al matrimonio «igualitario», a la libre disposición de
sexos, a la adopción irrestricta por parejas del mismo sexo y a la blandura con
el terrorismo [8]. Fue
justamente el Patriarca de Moscú quien vetó el viaje de Juan Pablo II a ella. Dándole
razón tardía así a León XIII, quien había dicho al obispo Strossmayer,
entusiasmado por el unionismo de Soloviov: «bella
idea, ma fuor d’un miracolo è cosa impossibile».
Mejor les fue a los papas polaco y alemán con sus intentos
de acercamiento con la Iglesia Anglicana ,
buena parte de cuyo clero lograron traer de vuelta al catolicismo precisamente
sobre la base de la ortodoxia en punto a la sexualidad, al feminismo clerical y
al laxismo de las costumbres.
Justamente una ortodoxia irreductible y combativa, que es
la clave de bóveda de aquella comentada primacía del Islam y caracteriza sin
fisuras a las Iglesias orientales, al grado de parecerle al pontífice italiano
un «mirácolo» su reducción.
De este modo, las tres Ciudades Celestes se repartirán en
el cercano porvenir probablemente así: Jerusalén para el judaísmo, que ya la
detenta; Roma para el Islam y Moscú para la catolicidad europea remanente.
¿Cuál será la cuarta? Seguramente el sonriente Francisco
barrunta la respuesta.
[1] Dejo de lado la quæstio de
los cuarenta años de supresión entre 1773 (breve Dóminus
ac redemptor de Clemente XIV) y la restauración de Pío
VII en 1814 (bula Sollicitudo omnium ecclesiarum); que para algunos resulta definitiva (c.fr. Disandro, Carlos A.: El Breve que abolió a la Compañía de Jesús; La Plata , Veterum Sapientia,
1966); por exceder notoriamente el marco de este artículo.
[3] Habría que agregar el hijoputaje
de la gran prensa, pues cuesta creer tamaño fervor francisquino, cuando se
exime a las otras grandes confesiones monoteístas de lo que se le reprocha a la
Iglesia Católica y se llega a entrecomillar oraciones supuestamente
escandalizantes, que el Papa no pronunció nunca en esa literalidad.
[4] El mismo imbecilaje ha secularizado este adjetivo, equiparándolo a la
capacidad para atraer y subyugar multitudes o grupos de personas. La palabra,
sin embargo (griego: jarisma, i.e. gracia, beneficio), tiene origen eclesial y designa a los “dones y talentos de
cada criatura para el desarrollo de su misión dentro de la Iglesia ” (Enciclopedia Universal
Ilustrada Europeo-Americana; Madrid, Espasa Calpe, 1958; 11: 970;
Corominas, Joan: Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana; Madrid, Gredos, 1996; 133). Desde esta
perspectiva, resulta estúpido comparar a un Papa con otro.
[6] Vuelta a ‘El Laberinto de la Soledad’; Méjico, FCE, 2004; 341 y pássim. Allí se lee este aserto asombroso: “Los
jesuitas son los bolcheviques del catolicismo” (343).
[7] El Fin del Renacimiento; Bs. As., Ed. de Belgrano, 1981; trad. del
francés de Luis Justo; cap. 4 El enigma
del cristianismo.
[8] Remito por brevedad al nro.
131 (abril a junio 2009) de la revista parisina Éléments, titulado
expresivamente Demain les Russes!