Nuestra autócrata populista (bonapartista, en el significado de la doctrina política a propósito del III gobernante francés con el apellido corso), al inaugurar el año legislativo, anunció con habitual prosopopeya el envío del proyecto de códigos Civil y de Comercio unificados. Con su hipotética promulgación, fantaseó con que pasaría a la historia como "la Napoleona" del tercer milenio.
Se ve que se le agotó la paciencia y prefirió dar sin demora su Austerlitz en el campo petrolero, "recuperando" heroicamente la empresa YPF, asunto que de momento dejaremos de lado.
Poco sabemos del formidable proyecto codificador, salvo de sus aspectos políticamente correctos (matrimonio "igualitario", alquiler de vientres, adopción libérrima, bancos de esperma de cuasi libre disponibilidad etc.).
Lo que sí sabemos es que no se trata de empresa fácil. Así por lo menos lo demuestra la historia (a cuyo fin estamos llegando, en la pretensión de la revolucionaria innovadora).
Para demostrarlo, transcribimos -con su permiso generoso- el trabajo de un amigo sobre el complejo asunto:
La Vía Crucis de la Codificación
Notó Sorel que la política, en tanto actividad social, necesita, para pervivir y desarrollarse, del mito. El cual no se confunde con la utopía (cuyo sustrato es racional) y puede ser considerado como una suerte de idea-fuerza que motiva la acción de los hombres, enderezada a una hipotética batalla futura, de cuyo acaecimiento y victoria están ciertos. No se conjuga, por tanto, en clave de verdad o falsedad .
Los mitos, en síntesis, para el gran revolucionario francés, “no son descripciones de cosas sino expresiones de una determinación a actuar”; deben ser considerados “como un medio para ejercer cierta acción sobre el presente; cualquier tentativa para averiguar hasta qué punto puede(n) ser concebido(s) literalmente como historia futura carece de sentido” .
Como la política, el derecho (“la mejor escuela de la imaginación”, al decir de Giraudoux) necesita también de los mitos así concebidos.
Pues bien: el mito del siglo XIX fue, tanto para el derecho público como para el privado, la codificación.
No en el sentido que le daban los antiguos sino en el que venía abriéndose paso a partir de la Revolución Francesa y de la generalización e imposición de las concepciones racionalistas que ella aparejó, y cuyo culmen fue el Code Napoleon. Es decir, no ya una agrupación ordenada de disposiciones relativas a una materia jurídica , ni siquiera con expurgación de aquéllas derogadas , sino la composición de un corpus armónico, integral, sometido a toda suerte de crítica (racional, estilística, técnico jurídica &c.), que compendiara el alfa y el omega del contenido de la materia tratada. Algo así como la Enciclopedia del contenido positivo de un campo jurídico determinado. Parafraseando al Aquinate podría predicarse: Quid non est in codicem non est in mundo...
Y facilitara su acceso y manejo, mediante una ordenación basada en la progresividad de una clave numérica (los “artículos”), condicionada generalmente por la inserción combinada de otras claves (igualmente numéricas, en todo o en parte) que allanaran a su vez ordenaciones metódicas internas (“libros”, “títulos”, “capítulos”, “secciones”, “parágrafos”). En definitiva, la consagración del principio de racionalidad en el ordenamiento jurídico positivo, muy a tono con una época en que el racionalismo campaba por sus fueros de manera soberana, impuesto como dije por la difusión de las filosofías iluministas desarrolladas en el siglo XVIII, ópera de la Revolución Francesa . Casi solitarios, los historicistas liderados por Savigny, se desgañitaban proclamando y enfatizando las desventajas de la codificación, en nombre de la dinámica inefable del Volkgeist; sin que ni en su propia patria pudieran, en definitiva, imponerse .
* * *
El mito de la codificación del derecho público se cumplió o satisfizo con la sanción de la Constitución de 1853, producto de la determinación inexorable de Urquiza que desembocó en la reunión con toda urgencia del Congreso General Constituyente en Santa Fe, incluso superando el desaire de los porteños; y en la jura pública en todo el país (9 julio 1853) del texto resultante tras la fatigosa sesión de la noche de Walpurgis de aquel año, firmado a las 10 del 1ro. mayo, justo al cumplirse los dos años del Pronunciamiento del General victorioso en Caseros; y promulgado por éste en San José de Flores el siguiente 25 mayo .
Fue precisamente este códice fundamental el que imperó que el dictado de los Códigos de fondo (Civil, Penal, de Comercio, de Minería, de Ciudadanía y de Bancarrotas) correspondería al Congreso nacional, a contrapelo de la orientación de la Constitución norteamericana de Filadelfia que le había servido de fuente fundamental . Criterio ratificado con la incorporación de Buenos Aires al régimen codificado de la Confederación Argentina y la consecuente reforma ad hoc que fue menester realizar en 1860, tras la segunda Cepeda y los Pactos de San José de Flores (11 noviembre 1859).
Urquiza se preocupó por rematar su obra codificadora, anticipándose incluso a la tarea del Congreso Constituyente: el 24 agosto 1852 creó por decreto las comisiones cometidas de proyectar los códigos civil, penal, comercial y procedimental. Precisamente la primera terminó presidida por Dalmacio Vélez Sársfield tras la declinación del cargo de redactor por Lorenzo Torres. Incluso, el Congreso de Paraná llegó a homologar esta orientación por ley de 2 diciembre 1854 .
Pero los disturbios políticos derivados del 11 septiembre 1852 frustraron estos propósitos: Buenos Aires terminó segregándose de la Confederación y erigiéndose en Estado independiente . El 11 abril 1854 dictó su propia Constitución . Esta situación se prolongaría hasta el 11 noviembre 1859, fecha de los citados Pactos de San José de Flores.
Y, coherente con el mito, dio en otorgarse su propia codificación legal.
Lo cual logró en poco tiempo, en lo que hace al Código de Comercio. Debiose éste a unas circunstancias curiosas y hasta jocosas: empeñado Sarmiento en modernizar el Estado dotándolo de códigos –nuevamente el mito, que el sanjuanino cultivaba entusiastamente–, aunque más no fuera para emular a Bolivia, Chile y Uruguay, convocó a Dalmacio Vélez Sársfield y a Carlos Tejedor para emprender tamaña tarea. El primero se opuso terminantemente, por considerarse inepto a tan elevado propósito, como todos los demás juristas argentinos de la época. “Un código de comercio, sí; eso es indispensable hoy, por lo insuficiente de las ordenanzas de Bilbao, y para eso estoy preparado” .
El caso es que, poco después (1854), Vélez Sársfield era nombrado ministro en el gabinete del gobernador Pastor Obligado, ocasión en que la tozudez del sanjuanino -a la sazón senador- logró que se designara, en definitiva, a los Dres. Eduardo Acevedo y José Barros Pazos como redactores del proyecto, reservándose el novel ministro el papel de revisor.
Fue en definitiva sólo el primero quien tuvo a su cargo lo sustancial de la tarea , siendo problema dificilísimo determinar la cumplida por el ministro. Los celos típicos de estos casos, las mezquindades políticas, las suspicacias tan criollas, han cubierto de bruma esta cuestión. Lo cierto es que el proyecto definitivo, constante de 1.755 artículos, presentado al gobernador el 18 abril 1857, fue firmado por ambos juristas, correspondiendo a Vélez el informe que lo acompañó . El trabajo había comenzado en junio 1856, lo cual significa que insumió –maguer su magnitud- apenas diez meses.
El método para la transición adoptado por los codificadores fue el siguiente:
“Hemos tomado entonces el camino de suplir todos los títulos del Derecho Civil que a nuestro juicio faltaban para poder componer el código de comercio. Hemos trabajado por esto treinta capítulos del Derecho común, los cuales van interpolados en el código en los lugares que lo exigía la naturaleza de la materia”.
Estas addendæ rigieron el derecho civil durante más de diez años, tan sensatas y profundas fueron; y en buena medida lo condicionaron (las que subsistieron a la purga de 1889) después, como lo demuestra -por ejemplo entre muchos- la evolución de la jurisprudencia en materia de la admisión del pacto comisorio tácito, que se anticipó a la reforma legislativa de 1968.
Los autores no disimularon sus fuentes, bastante obvias por lo demás: el Código francés de 1807, el español que se inspiró en él, el portugués, el brasilero, el holandés, el proyecto para el Reino de Wurtemberg, amén de las famosas Ordenanzas de Bilbao .
El tratamiento en la Legislatura de Buenos Aires fue azaroso, complicado y fatigoso. Solamente la conjunción de los esfuerzos de un gran empeñoso –como Sarmiento, como se dijo, senador– y de un hábil político –como Mitre, a la postre gobernador, además de constante hombre fuerte– pudieron remontar la resaca legislativa, calificada paradójicamente por el sanjuanino de “tempestad” . Sarmiento, con su proverbial desparpajo, decía que la oposición se dividía en tres categorías: “los que nada sabían sobre comercio ni leyes”, capitaneados por José Mármol, “los comerciantes” (?), con Alcorta, y “los abogados” (!) . Y agregaba estas palabras durísimas pero ¡tan exactas!, que lo filian también entre los peronianos ante tempus en esto de las comisiones :
El proyecto “...ha sido rechazado dos veces, y como éste es el último año que me toca sentarme aquí, quiero tener el honor que sea rechazado por tercera vez, porque estos hechos han de ser instructivos para el futuro. Así se echa de ver cómo el camino sencillo y llano no se ha adoptado, para adoptar otros que no tiene salida. La experiencia de dos años ha dado este resultado: se han nombrado dos comisiones, y vencido el tiempo se han encontrado como antes, pues no habían hecho nada, o si habían hecho algo era incompleto o muy poco en el examen del Código.”
Al final, restañados algunos agravios personales, el Senado terminó aprobando el proyecto, tras aquellas tres presentaciones. La Cámara de Diputados siguió el mismo camino, aunque se las compuso para quitarle “toda la parte dispositiva para las enmiendas y manera de incorporarlas en el texto cada diez años, nombrando una comisión de revisión” . La protesta de Sarmiento respecto de esta modificación demostró ser profética: el Código de Comercio es hoy un galimatías indescifrable, salvo por quien haya tenido el privilegio de una excelente formación jurídica. Y esto porque jamás se ha ordenado su texto, al que por el contrario se han insertado infinidad de enmiendas y de reformas. La posición del sanjuanino era favorable a la ordenación automática decenal, como al parecer se hacía en la época en los EE.UU.A.
El caso es que el trámite legislativo insumió tres años y medio. Esto convenció a Sarmiento de la necesidad de un recurso extremo, incompatible con la sustancia institucional misma de las asambleas legislativas , cual es el de la aprobación “a libro cerrado”, necesaria en el caso “a ojos abiertos”, según el afortunado retruécano de Héctor Cámara .
Poco después advino la segunda Pavón, los pactos Mitre-Urquiza y el triunfo del porteñismo. Ya Presidente de facto Mitre , mediante la ley 15, promulgada el 12 septiembre 1862, se declaró “Código nacional, el Código de comercio que actualmente rige en la provincia de Buenos Aires, redactado por los doctores don Dalmacio Vélez Sársfield y don Eduardo L. Acevedo”.
Muy poco más tarde ya era Mitre Presidente de iure. En tal carácter, con el refrendo de su ministro Eduardo Costa, encomendó el 20 octubre 1863, a Dalmacio Vélez Sársfield y a Carlos Tejedor, respective, el proyecto de los códigos civil y penal. Al efecto, hubo de saltarse a la torera una ley de 6 junio 1863 que disponía la conformación de comisiones para tal objeto. Mitre –hombre expeditivo y, como dije, hábil político– debía abrigar hacia las comisiones –avant la lettre– las mismas prevenciones que su colega de un siglo después Juan Domingo Perón .
Y no es casual que siempre fuera Vélez el atendido para desempeñarse en tan delicados cometidos. Más allá de su versación jurídica, era un hábil y exitoso abogado, un periodista –bien que aficionado– de fuste, un polemista formidable, un político enérgico y decidido amén de versátil para adaptarse a la cambiante política criolla, y un trabajador entusiasta e infatigable; no por nada, sus enemigos lo llamaban Doctor Mandinga . Aparte, conocía a Cujaccio... .
Lo cierto es que, ya en junio 1865, Vélez había terminado el primer libro, del cual envió un ejemplar a su amigo y mentor, el jurista brasilero Augusto Teixeira de Freitas, autor de la célebre “Consolidação das leis civis” y del “Esboço…” que fueron su fuente principal ; y otro al Dr. Juan Bautista Alberdi, residente a la sazón en Europa.
¡Para qué lo habrá hecho! Se despachó éste con una feroz diatriba, en la que de lo que menos acusaba al doctor era de ¡agente del Imperio del Brasil! . Al extremo de olvidarse de la posición sustentada en las “Bases” y pretender ahora que lo ideal era que cada Estado federado se diera su propio ordenamiento legal de fondo, como en los EE.UU.A. ; asunto que de todos modos incumbía al Congreso nacional (por vía de iniciativa de reforma constitucional) y no al pobre don Dalmacio .
Pero no fue sólo Alberdi el que vapuleó al autor del proyecto: en la Revista de Buenos Aires, el Dr. Vicente Fidel López se ocupaba, con mayor altura y mejor estilo, precisamente de éste, de “la terminología y los vicios de redacción”, señalando con justicia algunos bastante graves pero peccata minora ante una obra de 4.051 artículos redactada a marchas forzadas, sin el auxilio de correctores ¡y con pluma de ganso! .
Vélez, en sendos artículos publicados en El Nacional y La Tribuna, ambos de Buenos Aires, el 25 mayo y el 29 julio 1868, respective, se ocupó de refutar a Alberdi en un estilo claro, contundente, hasta demoledor, pero privándose casi de la invectiva personal y hasta de la ironía corrosiva.
El caso es que, contra viento y marea y a marchas forzadas, el proyecto del código estuvo listo para 1869 y, sometido al Congreso, éste –mediante la ley 340 de 25 septiembre 1869 – lo aprobó “a libro cerrado”, conforme al imperioso deseo del ahora Presidente Sarmiento . A la sazón, Vélez era el Ministro del Interior, circunstancia que no le impidió intervenir activamente en las tareas de lobbying ni, por cierto, percibir los cien mil pesos en fondos públicos del 6 % que la ley 341 (25 septiembre 1869, el mismo día del libro cerrado) le asignó como compensación a sus ingentes trabajos. En revancha a tamaña enormidad institucional, sólo modificó una cosa, lo que se reveló a la postre como un acierto: el novus ordo entraría a regir recién el 1ro. enero 1871, lo cual significaba imponer una suerte de dilatado “período de reflexión”; más que necesario para adaptarse a la profundidad de las reformas. Baste considerar las consagradas en materia de derechos reales, con la supresión de los censos, las capellanías, las superficies y la enfiteusis (todos institutos medievales hispánicos, ajenos al derecho romano que tan bien conocía y manejaba Vélez), la reducción sensible de los plazos de liberación o, en materia sucesoria, la parificación de los herederos y la institución de un régimen legal de adjudicación de las herencias. Entrado el siglo XX, el problema creado por las viejas capellanías suprimidas treinta años antes, aún no había sido resuelto .
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Esto demuestra, a la distancia, el acierto del proceso de codificación llevado adelante con indefectible ahínco por Mitre y por Sarmiento, con el notable vicariato de Vélez Sársfield. Baste considerar que, en un lustro y medio, el país, de regirse por: 1) el Fuero Juzgo, 2) el Fuero Real, 3) la Recopilación de Castilla, 4) las Leyes de Partida, 5) la Novísima Recopilación, 6) las Leyes de Indias y 7) las Ordenanzas de Bilbao (para el comercio) (!), pasó a serlo por dos cuerpos sistemáticos, breves a la luz de los mamotretos que agrupaban tan heteróclita legislación, en lenguaje llano y acorde con los tiempos corrientes, de fácil manejo y sencillísima consulta aun por los legos, y coherentes con los principios más modernos imperantes en el mundo civilizado de la época. No por nada Sarmiento incluía a “los abogados” entre los enemigos del novus ordo, cual sumos sacerdotes de un culto en extinción . “Humano, demasiado humano”, al decir de Nietzsche : ¡a despecho de ejecutorias, títulos y famas, deber comenzar ex nihilo, a una edad en que falla la proclividad para hacerlo, tropezando para colmo con la competencia de mozalbetes dispensados de pronto del pesado fardo que antes debiose cargar!
No menos humano que la inevitable chapucería incurrida con las ediciones de la obra. A las iniciales, secuenciadas a medida en que los libros iban viendo la luz (de la Imprenta de la Nación Argentina el primero; de la Imprenta Coni los siguientes –1866/1867, 1868 y 1869–), vino a suceder una segunda, decidida por ley para ser realizada en Nueva York, dada la supuesta superioridad técnica de las imprentas de aquella ciudad. Esta edición, no obstante estar plagada de erratas, fue declarada auténtica por ley de 16 agosto 1872. Como los errores seguían siendo demasiado notorios, por ley de 1882 (llamada, justamente, de erratas) se introdujeron 285 correcciones más. En todo este largo proceso (casi tres lustros) intervinieron eminentes hombres públicos y grandes juristas, pero lo cierto es que resulta casi imposible determinar qué es lo que en cada caso escribió Vélez (y el Congreso le aprobó a libro cerrado) y lo que en definitiva rige como Ley de la Nación... Peccata minora, diré nuevamente, ante el hecho formidable de contar ésta con su Código Civil y a despecho de los magullados que, inevitablemente, deben de haber quedado en el camino de la Historia...
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En cuanto al método empleado para distribuir los preceptos en ambos cuerpos, era bastante acertado y criterioso. En ambos, las materias se dividían en cuatro libros, de los cuales los primeros correspondían a las personas y los segundos a los contratos y las obligaciones. Recién con los tercero y cuarto se producía el obvio divorcio: mientras que los del código comercial se ocupaban del comercio marítimo y de las bancarrotas respective, los del civil trataban sobre los derechos reales y la transmisión de los derechos (mortis causa, por el transcurso del tiempo, las preferencias creditorias &c.).
En ambos casos, había un Título Preliminar que, en el código de comercio, cubría la mayor parte de los preceptos civiles que los codificadores se habían visto precisados a incorporar según cita de supra. En el civil, imperaba sobre principios generales que bien podrían integrar un capítulo de la constitución, como los relativos a la fuerza y vigencia de las leyes y a la eficacia del tiempo en el derecho.
Es fácil concluir sobre la superioridad de este sistema sobre el del Code Napoleon, que solamente tiene tres libros y –los principios generales– los incluye también en un “título preliminar” llamado “De la publicación, de los efectos y de la aplicación de las Leyes en general” (arts. 1 a 6). El mélange entre las obligaciones y sus fuentes es suficientemente conocido como para recrearlo acá. Ya el mismo Vélez se encargó de puntualizarlo en sus notas al Código Civil , bien que sin eximirse en su obra de muchos de los vicios metódicos que imputó a su modelo francés.
¿Tendría Vélez alguna iniciación esotérica, atento a su predilección por el número “4” ?.
Vaya uno a saber . Lo cierto es que su método, aun después de tanto tiempo, se evidencia como muy bueno y, a pesar del agua corrida bajo los puentes, nada démodée.
Atiéndase, si no, a lo que ocurre con el Código Civil italiano, que data de 1942, que unifica el régimen civil, comercial y laboral en materia de obligaciones y contratos y que constituye tal vez el corpus iusprivatístico más perfecto de los que actualmente rigen. Principia con unas “Disposiciones sobre la Ley en general” y sigue con los siguientes Libros: I, “De las Personas y de la Familia”, II “De las Sucesiones”, III, “De la Propiedad”, IV, “De las Obligaciones”, V, “Del Trabajo” y VI, “De la Tutela de los Derechos”, y un total de 2.969 artículos . Aun atendiendo las notorias diferencias señaladas, no puede predicarse una superioridad neta en lo que hace a lo metódico, salvo, sin duda, en la cantidad de artículos.
Hay una diferencia notable entre ambos códigos, el civil y el de comercio: Vélez puso notas a la mayoría de los artículos que proyectó, las cuales fueron escrupulosamente respetadas por las muchísimas ediciones que se hicieron, excepción hecha de una que intentó “Claridad” para abaratar costos y que fracasó estrepitosamente. Esas notas, muchas de ellas de notable erudición y hasta de impecable estilo –malgré V. F. López– suelen auxiliar no poco (aunque no siempre) a la interpretación del articulado del Código. De ellas resultan no sólo las muchas fuentes de que se sirvió con autoridad el codificador sino el encomiable producto final de éste. Por caso: el sistema registral instituido para las hipotecas, se constituyó a la postre, y sin que pasara demasiado tiempo, en la base del sistema registral generalizado en materia de propiedad de inmuebles.
En cambio, el producto final de la labor conjunta de Eduardo Acevedo y de Dalmacio Vélez Sársfield se redujo a una Exposición de Motivos muy minuciosa, que lamentablemente muy pronto fue suprimida de las sucesivas ediciones, más aún luego de la profunda reforma de 1889. Se ha perdido así una formidable fuente de interpretación auténtica, vaya uno a saber por qué.
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¿Qué sucedió en definitiva con el fruto de tan formidables trabajos?
El Código de Comercio fue ajustado inevitablemente en 1889 ante la sanción del Civil , tras un intento de Lisandro Segovia de reformarlo de manera integral, conforme a la legislación mundial más avanzada. La Comisión legislativa parlamentaria, integrada por los Dres. Benjamín Basualdo, Ernesto Colombres, Wenceslao Escalante y Estanislao S. Zeballos, decidió realizar una labor de aggiornamento, sobre la base del código existente, a cuyo efecto cada componente se ocupó de uno de los libros . Todavía no habían aparecido, en nuestro Congreso, los asesores.
Pronto este producto depurado comenzó a ser complementado por leyes insusceptibles de ser encajadas en el texto original , motivo por el cual se optó por agruparlas en un Apéndice. Lo cual constituye un contrasentido, porque cualquier apéndice, por ínfimo y escueto que sea, destruye el código y lo transforma en una simple compilación. Acá se advierte la razón que tenía Sarmiento cuando tronaba contra la modificación legislativa al proyecto, que él propiciaba, de un texto ordenado automáticamente cada década.
Pero lo peor estaba aún por advenir: pronto se dictó una nueva Ley de Quiebras (4.156) absolutamente autónoma, posteriormente sustituida por la 11.719 (27 septiembre 1933). Por constituir el Libro IV, se pudo insertárselas sin dificultad en el texto del Código, lo cual así ellas ordenaron (art. 207 de la segunda). Ya en 1972, a pesar del fuerte proceso diferenciador del Derecho Concursal, la ley 19.551 no abandonó este criterio. No obstante, los editores, por imperio de ellas mismas y tal vez también por razones económicas, siguieron incluyéndola en el ejemplar del Código de Comercio, en el lugar que debía ocupar el Libro IV y sin perjuicio del cada vez más voluminoso Apéndice.
Muy poco tiempo después, el Libro III fue sustituido por la Ley de la Navegación 20.094 (2 marzo 1973), también autonomizada. El Código quedó, pues, partido por la mitad.
¡Si esto fuera todo!: buena parte de los contratos e instrumentos comerciales, regulados en el Libro II, como los seguros, las sociedades, las letras de cambio, los pagarés y los cheques, fueron regulados por separado por sendas leyes -en sentido material- que poco se preocuparon por su inordinación en el Código, más allá de estatuir indefectiblemente su inserción en éste . Empeñosos y resignados, los editores las insertaron en el lugar o los lugares que debían haber ocupado según el orden original y tutti contenti... a condición de tener idea acabada de tan endiablado proceso. ¡Cabe imaginar que haría un lego si tuviera que buscar, v.gr., el art. 565 del Código de Comercio! ¡Y uno de los objetivos de la codificación es facilitar el acceso a las leyes de los legos!
Para rematar este desquicio, sucesivas leyes metieron mano en algunos artículos del hasta ahora invicto Libro I, también con numeración propia. Los Auxiliares del Comercio (Martilleros -ley 20.266- y Corredores -ley 25.028-) quedaron así injertados en un texto que ya no soporta más parches.
En resumidas cuentas, el Código de Comercio no existe ya: trátase de la edición unificada –bajo ese engañoso título– de una compilación abigarrada de disposiciones legales diversas que disciplinan la materia comercial.
Paradójicamente, para un autor tan profundo y lúcido como Cámara, esto no es disvalioso ni apareja inconveniente alguno:
“El Código de Comercio no importa ‘una variedad de leyes especiales’, porque todas ellas ‘integran y constituyen’ ese cuerpo legal, en sustitución de las normas derogadas (...) En síntesis, todas estas leyes ‘constituyen’ el Código de Comercio, al componerlo y correr dentro de su articulado; no es, como se arguye para derogar el Código mercantil, un manojo de leyes sueltas.
Ello se justifica por el carácter del ius mercatorum, de gran dinamismo, flexible y elástico...”
A esta argumentación (enderezada contra los “iconoclastas” a que me refiero infra que querían refundir el Código de Comercio y el Civil) cabe responder: ¿a qué, entonces, el Código, ya que en definitiva siempre ese “dinamismo” lo mantendrá anquilosado? Como digo más arriba: ¿qué puede hacer un lego ante tamaño Mälstrom? Y –lo principal–, por vía de absurdo el ilustre comercialista viene a dar razón a los “iconoclastas”, ya que el ius mercatorum tan dinámico &c. no va a dejar de existir porque se lo encierre dentro de otro código.
¿Quién le pone pues el cascabel al gato y encara un nuevo códice? Poco se ha hablado de ello, aunque sí se proyectó fundirlo –como anticipé– con el Código Civil, a la manera en que se hizo en Italia en 1942. Esto se lo propuso el notable proyecto de Ley de Unificación de la Legislación Civil y Comercial de la Nación que, en 3.935 artículos permanentes y un anexo de disposiciones complementarias, condensaba toda la materia civil y comercial. Como nota curiosa, restauraba el derecho real de superficie, suprimido por Vélez por retrógrado más un de un siglo atrás (art. 2.614)... Tras un largo y azaroso trámite parlamentario, finalmente fue vetado, con la promesa –¡tan argentina!– de que en breve se subsanaría el problema causado convocando a ¡una comisión!
Entrando ya en el Código Civil en función de esta tendencia unificadora, la verdad es que esa promesa se cumplió: mediante decreto 685/95, se convocó una comisión de notables (Atilio Aníbal y Jorge Horacio Alterini, Héctor Alegría, María Josefa Méndez Costa, Julio César Rivera, Horacio Roitman y Augusto César Belluscio ), la cual, con la sonada deserción de este último, elevó al Ministro de Justicia el producto de su cometido el 18 diciembre 1998. Seguía la tesitura unificadora de su fracasada antecedente y reducía esta vez los artículos a 2.532, con los consabidos complementarios, que eran 23, e insistiendo en la reinstauración de la superficie (art. 2.018 ahora) .
La Cámara de Diputados –cámara de origen– tuvo la feliz idea de constituir ¡una comisión! que produjera despacho en 180 días, a la que pretendió incorporar -para facilitar las cosas- a representantes de la de Senadores.
Como un siglo antes , fue el Colegio de Abogados (de la provincia de Buenos Aires), el que se opuso al proyecto (documento de 7 agosto 1999), cuestionando más que todo la oportunidad. Pero ahora no estaba Sarmiento.
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Lo cierto es que, hasta ahora, el enjundioso trabajo duerme el sueño de los justos, vaya a saber en qué cajón de qué despacho del H. Congreso Nacional.
No es menos cierto que todos los proyectos de aggiornar el Código Civil durante gobiernos de iure fracasaron. Así ocurrió con el notable anteproyecto del Dr. Juan Antonio Bibiloni (a raíz del decreto 12.542/26 del Presidente Alvear), de 1929, reformulado por la Comisión de 1936 (integrada por Héctor Lafaille, Juan Carlos Rébora, José A. Gervasoni, Rodolfo Rivarola, Gastón Federico Tobal, César de Tezanos Pintos, Roberto Repetto y Enrique Martínez Paz ). Y con el Anteproyecto del Subsecretario de Justicia, Dr. Jorge Joaquín Llambías, de 1954. Para concluir sobre el ciclópeo cometido de Vélez, atiéndase a que una comisión tardó diez años para hacer lo que un solo hombre hizo en menos de cinco; que no era además lo mismo, ya que el Dr. Vélez Sársfield obró ex nihilo y los comisionados trabajaron sobre un texto ya existente.
Solamente –hélas– los gobiernos de facto fueron exitosos en la reforma de los viejos códigos, bien que parcial: el decreto ley 4.777/63 logró actualizar el Libro I del de Comercio sin afectar su estructura unitaria. La ley 17.711, debida a la inspiración del entonces Ministro del Interior, Dr. Guillermo A. Borda , representó el intento más serio de lograr una reforma integral, aspecto en el que fracasó aunque incorporó importantes modificaciones que sin duda vivificaron el viejo corpus. Esta ley fue promulgada justo al cumplirse noventa y nueve años de la sanción original.
Es de apuntar también que el Código Civil conserva aún una unidad notable, a despecho del cada vez más abultado Apéndice que lo complementa (y lo transforma, al final de cuentas, en una compilación más). Incluso, las leyes 23.515 y 23.264 (modificatorias de la 2.393 de Matrimonio Civil, que fue una de las primeras en integrar el Apéndice) y la 24.540, lograron reintegrar al texto la regulación íntegra del matrimonio y de las relaciones de familia, sin afectar virtualmente para nada la numeración correlativa.
¿Qué habrá querido decir el Constituyente de 1994 al introducir en el texto del –ahora– art. 75-12 la expresión “en cuerpos unificados o separados”? ¿Habrá pretendido zanjar con la suprema autoridad positiva el debate suscitado por algunos respecto de la pretensa inconstitucionalidad de la Ley de Unificación? ¿O habrá querido legalizar a la criolla la existencia de estos cada vez más voluminosos Apéndices que desnaturalizan a los códigos hasta no dejarles de tales más que las letras de molde de las tapas?
Hélas, el venerable Code Civil Français tiene asimismo un importante apéndice (bajo la denominación de “Textes Annexes”), que demuestra que también el legislador galo ha tenido temor –o no ha podido– de enmendarles la plana a los gigantescos Tronchet, Portalis, Bigot de Préameneau y Maleville . Pero se advierte una proclividad mayor a ajustes legislativos periódicos, respetando al máximo el orden numeral del texto original.
Francia no ha padecido demasiadas interrupciones institucionales. Lo cual sin duda debe tranquilizarnos en cuanto a la inquietante conclusión esbozada supra: que sólo los gobiernos de fuerza son capaces de introducir reformas legislativas profundas.
De todos modos, ¡qué bien les vendrían a muchos formalmente legalistas, “autoritarios” del modelo de Mitre o de Sarmiento! Al fin y al cabo, ¿no es que summum ius summa iniuria?
¿O será que, al cabo de los siglos, el mito ha periclitado y resultó que tenía razón Savigny y que los códigos son imposibles e inviables, salvo en su propósito general de homogeneizar, generalizar y popularizar los preceptos legales, sin llegar a extremas coherencias filosóficas? Y que habría que contentarse, con sublime modestia, con mantener actualizada la preceptiva, y ordenada de modo que el acceso a ella no sea demasiado difícil.
¿O el Doctor Mandinga, en su formidable grandeza acrecentada a la distancia, se resiste de algún modo inefable a ser preterido por la Historia?
Chi lo sà? Atiéndase, si no, a lo que escribió hace 65 años alguien que, por no haber sido jurista, tiene la frescura de juicio propia de la objetividad:
“Durante 70 años el Código Civil de Vélez Sársfield ha sido el dictador de la vida civil argentina, porque el Código de aquel eminente jurista ha sido un molde a la República, aún más que la Constitución. La influencia del pensamiento de Vélez Sársfield está presente en todas partes: ha sido el hombre de influencia más efectiva en el país, porque ha estado en los sitios más recónditos de la vida privada, gobernando los actos más íntimos, interviniendo a cada momento en la conducta y señalando una orientación.”