Hace setenta años, a las 9:38 de la hora francesa, moría fusilado, en el sórdido fuerte de
Montrouge, el poeta Robert Brasillach, a sus 35 años.
Once balas de fusil y una de revólver (ésta en la frente[1])
destruyeron la joven vida, en cumplimiento de un fallo dictado por la justicia de
assises[2] diecisiete
días antes y confirmado en tiempo expreso por la corte de casación.
Un día antes, tras haber anunciado lo contrario a François Mauriac
(representante de la plena intelectualidad francesa que en número de cincuenta
y nueve[3]
había demandado la gracia[4]),
el presidente De Gaulle rechazó la clemencia, fundado al parecer, en que
existía una foto de Brasillach vistiendo uniforme de oficial alemán. Lo cual
era una infame y torpe inexactitud, porque quien aparecía así vestido en la
foto era el conocidísimo político Jacques Doriot y Brasillach estaba a su lado,
de civil, y en ocasión de un cometido periodístico compartido con Claude
Jeantet. En lo único en que se parecían el político y el poeta era en que ambos
gastaban unas gruesas gafas de carey. Brasillach nunca vistió otro uniforme que
el del ejército francés, con el cual cayó prisionero en 1940.
Además, nada se había dicho durante el juicio sobre esa fotografía ni se la
había manifestado al procesado ni el jefe del Estado pidió alguna explicación
al abogado sobre ella cuando lo recibió para sostener el recurso de gracia[5].
Fue un torpe pretexto, esbozado apenas, para encubrir el precio que pagó De
Gaulle por el apoyo circunstancial del por entonces todopoderoso Partido
Comunista Francés.
Nada raro en quien no hesitaba en mandar a alguien a la muerte por razón de
Estado e incluso se pavoneaba impúdicamente de ello. Cuando en 1963 envió a
otro joven de 35 años al poste tras una condena por un tribunal ilegal, dijo con
notable cinismo: "Los franceses necesitan mártires ... Los deben escoger con cuidado. Yo podría haberles dado uno de
esos generales estúpidos que juegan a la pelota en la prisión de Tulle[6]. Pero les di a
Bastien-Thiry. Ellos serán capaces de convertirlo en un mártir. Él se lo merece." [7]
Pero lo de Brasillach excede el marco mísero de unos odiadores sistemáticos
y de un carcamán oportunista. Lo de Brasillach se inscribe en la tragedia
helénica, en la cual estos personajetes jugaron el triste papel de pawns in the game de que hablaba Carr[8].
Roberto
Bardini, en un artículo notable[9], dice
impecablemente: «En
los últimos años muchos críticos literarios "descubrieron",
tardíamente, que Brasillach fue puesto de espaldas al paredón de fusilamiento
por su filosa capacidad intelectual más que por sus "crímenes de
guerra". Lo cierto es que no
cometió ninguno: no delató, no torturó, no asesinó a nadie. Sus principales
armas fueron la palabra y la escritura.» Y añade con cita del mejicano José Luis
Durán King: «¿Por qué este escritor y no los otros? [10]¿Cuándo
las palabras son al mismo tiempo nociones y acciones? ¿Merecía Brasillach morir
por sus palabras?». Y más adelante se responde: "Es
difícil aceptar sin perder el aplomo que alguien merezca ser enviado al cadalso
por sus discursos"… (S)ólo en Francia –se rumoraba en aquella época-
el mal uso de las palabras puede conducir a la picota».
Brasillach estaba consustanciado con el mundo helénico antiguo. Su Anthologie de la poésie grecque[11]
figura entre las obras maestras de la literatura francesa contemporánea. María
Elena Walsh la consideraba entre lo mejor de la literatura de todos los
tiempos. Dice allí el escritor, en el prólogo, aludiendo a los caracteres de la
poesía griega: «No estaría mal , pienso, trazar una suerte de líneas
principales en el curso de esta poesía, que siempre vuelve sobre los mismos
temas: la muerte en primer lugar, a
la cual ningún pueblo le ha cantado tan constante y unánimemente; luego el mar,
que le es apenas separable; las muchachas y los caballos, que aparecen siempre
en las metáforas de este pueblo marino y caballero, incluso en las de los
filósofos; y en fin el punzante sentimiento de la brevedad de la vida y del placer, que se expresa en el teatro por
ese mito cien veces repetido de la virgen sacrificada que dice adiós a la luz
del día; y la detestable guerra y el amor de la paz (…) La lengua griega no era
solamente la lengua de un orden y una perfección un poco imaginarias y debería
asombrar tal vez encontrar en ella
tantos ejemplos de una poesía filosófica que nunca desdeñó el parentesco con el misterio».
A su vez, abrigaba evidentemente una suerte de oscura premonición, que se expresaba en ciertas referencias recurrentes,
particularmente a lugares que le eran caros. Es el caso del pequeño cementerio
parroquial de St. Germain de Charonne y
del barrio –abundante en lecherías– de Arcueil. Les dedica varios párrafos
amigables y hasta nostalgiosos tanto en Les
Sept Couleurs[12]
como en Nôtre Avant-Guerre[13]. El
fuerte de Montrouge, donde fue fusilado, está en Arcueil y los restos del poeta
reposan –con los de su madre, su hermana y su cuñado– en aquel íntimo cementerio
casi particular que sobrevivió a la secularización y al reglamentarismo de la
Revolución[14].
El caso es que Brasillach sabía que la Liberación acabaría con su vida
maguer no haber matado ni delatado ni traicionado a nadie y sí sólo escrito
mucho y duro sobre la acerba política francesa durante la guerra, ¡en la patria
de los derechos humanos! Sabía
también que le bastaba pasar a Suiza para asegurar su vida y sin embargo no lo
hizo, al parecer por salvar a su madre del cautiverio, lo cual es bastante
fútil. Jorge Asís, a quien no le resulta simpático pero que no puede eludir la
fascinación profunda que el personaje le suscita, lo adivina: «Su
situación personal carecía de retorno. Brasillach había decidido entregarse. El
infierno, con la triste imagen de un juicio humillante, con sus brazos
abiertos, lo aguardaba en el Fuerte de Montrouge, durante la plenitud del
invierno de 1945, con la frialdad estricta de un paredón de fusilamiento»[15].
Condicionó a su abogado a limitarse a los artículos periodísticos que
constituían la base de la acusación, absteniéndose de convocar a testigos que
hubieran mejorado mucho su posición pero al precio de renegar total o
parcialmente de lo escrito. Comenta Isorni esta decisión con estas palabras notables:
«No tenía resentimiento sino piedad o a veces algo de
tristeza ante el caso de quienes creían poder torcer la suerte al precio de
abandonos públicos y terminaron perdiendo , a la vez, la vida y la honra»[16].
El caso es que, durante el corto interrogatorio a que lo sometió al
presidente del tribunal, respondió con firmeza y claridad pero a la vez con
bonhomía y hasta simpleza y una indisimulable alegría interior, sin renegar de
uno solo de sus actos o de sus líneas. Pero sin fanfarronería ni altanería ni
declamaciones altísonas ni posturas desafiantes; siempre con su franca sonrisa
algo infantil. Tanto impresionó esta actitud a los jurados, que –maguer la
objetiva parcialidad de éstos– costó una barbaridad lograr las mayorías
necesarias para obtener la condena a muerte[17].
Al escucharla, alguien en la sala gritó «¡Es una vergüenza!». Con la misma
voz suave, clara y firme, contestó Brasillach «Es un honor».
Seguro de que le quedaban pocos días de vida, trabajó febrilmente en un
trabajo sobre su colega de iniquidades judiciales, André Chénier[18],
compuso los admirables Poemas de Fresnes[19]
-que incluyen su testamento en verso– y escribió largamente a sus seres
queridos. Y trató de entender y aceptar un destino que sin embargo veía
inexorable como la Moira. En la última esquela, que tituló La mort en face, dirigida a su abogado y entregada a éste al
comenzar el trámite de la ejecución capital, escribió «… Se dice
que ni el sol ni la muerte se pueden mirar de frente. Sin embargo, yo lo
intenté. No tengo nada de estoico y es duro separarse de quienes se ama. Pero
traté también de no dejar a quienes me veían o me tenían en su pensamiento una
imagen indigna…»[20].
Tal vez la clave de esta dura lucha entre un fuerte amor a la vida y uno no
menor a la dignidad y a la coherencia del pensamiento y de la acción, haya
estado en la fascinación por la juventud y la belleza. Puede haber sido esto lo
que desequilibró la balanza. Algo así se adivina de su correspondencia a raíz
de la carta que le dirigió la jovencita Svetlana Pitoëff, hija de su finado
amigo –actor– Georges[21].
Lo cierto es que no pidió clemencia a De Gaulle, sino que se atuvo a la presentación
colectiva de los intelectuales franceses. Y aceptó paulatinamente la pérdida de
la esperanza.
De modo que, el 6 febrero 1945, estuvo listo para el paso final. Tras ser
librado de los grillos que debió llevar durante su estancia en el corredor de la
muerte, se preparó tranquilamente para el paseo final, saludó en alta voz a dos
colegas de desgracia y, al llegar ante el poste tras un corto viaje en
automóvil desde la prisión de Fresnes, avanzó hacia él con paso firme, se
volvió a dar la cara al pelotón, sin venda en los ojos, dirigió una última
mirada sonriente y, un instante antes de la descarga, tuvo entereza para gritar
«¡Coraje! ¡Viva Francia!». El bueno de Isorni, acto de devoción abogadil de las
que ya no hay, mojó su pañuelo en la sangre que manaba de la frente.
A setenta años de esta atrocidad, la muy liberal, democrática y
derechohumanista Francia no ha revisado aún la inicua condena que acabó con uno
de sus hijos más brillantes, tal vez en testimonio de una fertilidad literaria
que invita al despilfarro. La misma Francia que, sin embargo, no ha hesitado en
devenir, espasmódicamente, «Charlie».
Porque se trató de un puro, simple, mondo y lirondo asesinato. La palabra ha perdido fuerza, ya que en la neoparla
suele hablarse de «fusilar» como sinónimo de balear, sin parar mientes en quien
lo haga y si es delincuente, mejor; y «asesinato» indica toda muerte violenta,
incluso cuando parte del Estado en ejercicio legítimo de la violencia. Ello,
como consecuencia de la desaparición del claro límite entre lo público y lo
privado, que era para Carl Schmitt una de las claves de la política.
Este fue un asesinato en el sentido etimológico del término[22].
El asesinato de un poeta por el mero regodeo de la venganza ciega, de la
vesania institucional, de la envidia y de lo que él mismo calificó como un
sacrificio en el altar del miedo[23].
Tanto no ha cambiado el mundo en estos casi tres cuartos de siglo.
Pero, parafraseando a nuestro genial sanjuanino, la poesía no se fusila. Vaya para finalizar, pues, un poco de la del asesinado:
Nunca he tenido joyas Es preciso conocer todas las cosas,
Nunca he tenido joyas Es preciso conocer todas las cosas,
Ni anillos ni cadena en el pulso, Ser curioso
de lo nuevo:
Son cosas mal vistas entre nosotros: Extraño es el hábito
que se me impone
Pero me han puesto grilletes en los
pies. Y extraño este
doble anillo.
Se dice que no es viril, La pared es fría, la sopa es pobre,
Las joyas están hechas para las
chicas: Pero ando,
a fe mía, muy orgulloso,
Hoy,
¿cómo se posible Resonando como un rey negro,
Que me hayan puesto cadenas en los
tobillos? Adornado con estas joyas
de hierro.[24]
[1]
El decreto de 25 octubre 1874
estipula un pelotón de doce fusileros, uno con el arma cargada sólo con salva,
y un tiro de gracia disparado por el oficial comandante a cinco centímetros de
la oreja del supliciado. En este caso quien lo dio fue el suboficial. Se
entiende que, con la turbación del momento, haya preferido el blanco de la
frente.
[2]
En Francia, la justicia en lo
criminal es confiada a las cortes de assises,
suerte de tribunales de escabinado, compuestos entonces de seis jueces legos y
tres de derecho. Hasta 2000, sus fallos sólo eran susceptibles de recurso de
casación. Desde entonces, hay un tribunal intermedio, con doce jurados y tres
jueces. Pero los jurados populares, a la época de la Depuración, debían haber
pertenecido a la Resistencia o tener probada filiación anticolaboracionista.
[3]
Se trata de los intelectuales afines a la Resistencia. Cabe señalar que los
tachados de colaboracionistas no firmaron por estar muertos (caso de Drieu La
Rochelle) o presos o exiliados.
[4]
Solamente Sartre, Gide y Beauvoir, aduciendo obediencia debida al partido comunista,
se negaron a firmar el requerimiento.
[5]
C.fr. Isorni, Jacques: Le procès de
Robert Brasillach; París, Flammarion, 1946; p. VII.
[6] Se
refiere a los jefes del putsch de los
generales en Argelia, Salan, Zeller,
Challe y Jouhaud.
[7]
Lacouture,
Jean: Charles de Gaulle 3 - Le
souverain 1959-1970, París, Seuil,
1986, p. 329.
[8]
Carr, William Guy: Pawns in the
Game; Angriff Press, California, 1979.
[9]
¿Por qué mataron a Robert
Brasillach?, en www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=1629&blog=
[10]
Precisión muy justa: ni Béraud ni
Combelle –alojados con él en Fresnes– ni el mismo Jeantet de aquella malhadada
foto ni Morand ni Carrell ni el propio corrosivo Rebatet, fueron fusilados,
aunque sí varios de ellos condenados inicialmente a muerte.
[11]
París, Stock, 1991.
[12]
París, Plon, 1939; recientemente
traducido al castellano rioplatense como
Los Siete Colores (Barcelona, Ojeda,
2014, trad. de Hugo Esteva y Luis María Bandieri).
[13]
París, Plon, 1941.
[14]
Dato curioso: duermen allí también
un secretario de Robespierre y los hijos de André Malraux –ministro de De
Gaulle– que éste perdió en un accidente de automóvil en 1961.
[15]
Lesca, el fascista
irreductible; Buenos Aires, Sudamericana, 2000; p.
172.
[16]
Le Procés… cit., p.
9.
[17]
Isorni, Le Procés... cit., p. 13.
[18]
Poeta «maldito» que, a sus treinta y
un años, fue condenado a muerte por el Tribunal Revolucionario y guillotinado
el 25 julio 1794, tres dias antes de la caída y ejecución del propulsor de
dicho tribunal, Maximiliano Robespierre. Como luego Brasillach, dedicó el
brevísimo tiempo que le quedaba en una formidable producción poética que,
afortunadamente, se salvó.
[19]
Traducidos al castellano como Escritos en prisión. Poemas de Fresnes
(Barcelona, Nuevo Arte, 1977).
[20]
Isorni, Le
procés… cit., p. 216.
[21]
Aludida en la carta a Maurice
Bardèche de 3 febrero (Escritos…
cit., p. 71).
[22]
Diccionario RAE, 1ra.. acepción: «Matar
a alguien con premeditación, alevosía, etc.».
[23]
Isorni, Le Procés... cit., p. 16.
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