domingo, 17 de abril de 2011

La Serenísima y los alquimistas del mangoneo

En un día como el de hoy, nubes más o nubes menos,  de hace 656 años, la cabeza del Dogo Marín Falier[1] rodó bajo el golpe certero de la mannaia[2] descargada por el boia[3] veneciano, en la escalinata del Palazzo Ducale de Venecia.
La Serenísima República de San Marcos constituyó uno de los paradigmas más perfectos del Estado aristocrático, junto con Esparta, en la antigüedad, y la Unión Soviética posterior a Stalin en nuestros tiempos. El poder se ejercía por órganos colegiados formados por notables, ninguno de los cuales tenía la posibilidad de ejercerlo en exclusividad, aun en supuestos de excepción. Esto presupone, claro está, una clase dirigente idónea, la vigencia del principio de racionalidad para obtener consensos efectivos, y la convicción de la necesidad de un orden institucional por sobre cualquier tipo de mesianismo.
Derivada indirecta del Imperio Bizantino, la Serenísima República llegó a ser la potencia principal del Mediterráneo, extendiendo su hegemonía a todo el Véneto, la Dalmacia y la Iliria (nolens volens, la actual Croacia), el Peloponeso y el archipiélago griego (principalmente, Creta y Chipre). Sólo la genial creación de Fernando el Católico y el Descubrimiento de América, fueron capaces de desencadenar su decadencia.
 El sistema veneciano se basaba en un órgano colectivo titular de la soberanía popular, el Consejo Mayor. De él se derivaba el Consejo Menor que, adjunto al Dogo y a tres miembros de la Quarantía (suerte de órgano especializado financiero), constituía la Sereníssima Signoría, de modo tal que "si è morto il Doge, non la Signoria" ("Aunque el Dogo esté muerto, no lo está la Signoría").  El Senado era el encargado de las relaciones exteriores y jugaba un papel fundamental en la designación del Dogo. El Consejo de los Diez (de cuyo seno se extraería posteriormente un triunvirato investido del poder efectivo) se encargaba de la seguridad del Estado y sus fallos eran irrecurribles y ejecutivos de inmediato. El Dogo (Dux) era quien representaba formalmente al Estado y comandaba sus tropas en la guerra.
La clave de esta compleja estructura era la periodicidad extrema de los cargos, salvo el del Dogo que era perpetuo, y el sistema de colegios para todas las elecciones. Para aventar cualquier posibilidad de manipulación o formación de trenzas electorales: se hacían cuatro elecciones y los favorecidos en ellas eran luego sorteados, para configurar nuevos colegios que en definitiva designaban a los magistrados. ¡Una delicia –y un quebradero de cabeza– para nuestros alquimistas del mangoneo!
El caso es que, a contrapelo de las restantes repúblicas italianas, la de Venecia abominaba del poder personal, maguer emplear la común designación de Signoría.
Marín Falier, miembro distinguido del patriciado veneciano y portador de un impresionante cursus honórum, estaba además agraciado al parecer de una particular virilidad que, en tiempos en que no existía el sildenafil[4], le había permitido desposar a una joven y bella patricia varias décadas menor que él. La Serenísima no contaba entre sus logros erradicar la envidia. De modo que un joven acomodado se permitió desafiar al Dogo con una letrilla al propósito que no necesita de traducción: "Marin Falier, da la bea mugier, tuti i la gode e lu el la mantien". Fue castigado, pero al suponer con gran lenidad, de modo que el magistrado se sintió humillado en su dignidad  y frustrado por ella y urdió un alzamiento reparatorio, que incluiría el castigo de los clementes.
Otros dicen que Falier pretendía homogeneizar Venecia con el resto de Italia y democratizar su gobierno, extirpando las raíces oligárquicas y proyectando una suerte de cesarismo, que naturalmente él comandaría.
Sea como fuere, los Diez se enteraron prontamente de la conspiración (la delación secreta era una de las claves del sistema) y la conjuraron con la expeditividad que, en esos tiermpos, era connatural a la Justicia. Los cabecillas fueron ahorcados públicamente en la plaza San Marcos el 15 de abril.
Falier (el Dogo no gozaba de inmunidades) fue aprehendido y sometido a juicio sumarísmo ante el mismo tribunal. Buen perdedor y gallardo caballero, reconoció todo y asumió su responsabilidad. El 16 fue condenado a muerte, condena que se ejecutó el 17, en la escalinata del Palacio Ducal. Sólo los Diez y un grupo de lacayos encargados de los menesteres básicos (géneros para enjugar la sangre, cestos &c.) presenciaron la ceremonia. Tras ella, el arma ensangrentada fue exhibida a la muchedumbre como constancia suficiente ("Vardé tuti! La xè staa fata giustixia de'l traditor!"). La Serenísima, como los antiguos romanos, no era excesivamente cruel: usaba la pena de muerte sólo en casos extremos y no alardeaba de ella.
Eso sí; la clave era la ejemplaridad: no bastó con la cabeza del traidor. Fue decretada su damnatio memoriæ. El sitio donde debía figurar el retrato del dogo fue reemplazado por un trapo negro cruzado con la siguiente leyenda latina: «Hic est locus Marini Faletri, decapitati pro criminibus». Que sobrevivió, con matices, incluso a la destrucción del palacio por un incendio. Mark Twain, en una obrita deliciosa (The Innocents Abroad or The New Pilgrim’ s Progress; 1879) da fe de ello.
En fin, algo falló en el designio de la Serenísima: su desgracia sirvió de fuente inspirativa a dos bellísmos cuadros, uno de Eugène Delacroix y otro de Francesco Hayez (reproducido en la entrada), amén de varias empinadas obras de carácter histórico y literario.
Cualquier parecido con nuestra patética realidad actual, es pura coincidencia. 






[1]  Marino Faliero en el italiano básico del Risorgimento.
[2]  Gruesa hacha de mango largo que se hizo bienquista en algunos lados –empezando por Italia– para la ejecución de la pena de muerte por decapitación, antes de la aparición de las máquinas destinadas a este fin (Halifax Gibbet,  Scotish Maiden, guillotina &c.).
[3]  Verdugo, tanto en aquel italiano básico como en el dialecto veneciano.
[4]  Salvo que éste se incluyera –bajo un raro nombre– en las importaciones de Marco Polo.

3 comentarios:

  1. Admirable la naturalidad y simpleza con que se conjuró la conspiración. Lejos del melodrama itálico, del que tanto abrevamos. He retratado usted una República en su verdadera, natural y espontánea esencia... Y mire que no eligió el ejemplo más sencillo.

    Un cordial saludo.

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  2. Otro aporte menor:

    "Mangonear" aparece en el castellano en el siglo XV, con el significado de "entrometerse en negocios ajenos" (como intentó el desafortunado doge, con los cargos de las demás autoridades de la Serenísima). Este verbo a su vez procede del latín "mango-mangonis": traficante, chalán. Como vemos, no todo cambia tanto ni tan rápido.

    Saludos y felicitaciones por el blog.

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  3. La etimología -y su madre la filología- son la clave del conocimiento racional y reflexivo. En la honda soledad de la estepa patagónica, a veces no puedo consultarlas y empleo las palabras conforme a mi intuición. Celebro haber acertado esta vez.
    Muchas gracias y un fuerte abrazo.

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